Ciencia ficción, el espacio exterior, la galaxia entera… otras galaxias. ¿Qué más?, Interestelar, ¡carajo!
Luego de El origen y la trilogía de El caballero de la noche, Christopher Nolan vuelve a transformar el universo, y me ha ahorrado una larga explicación de cómo lo que para ustedes fueron largos meses de ausencia, para mí sólo ha sido un lapso breve (el tiempo me dará la razón).
Hablemos de lo complicado, ¿qué es el tiempo?, siempre hablé, hablo y hablaré de lo infinito de sus posibilidades. Alguna vez platicaba con amigos, de esos que disfrutan la polémica sin cerrarse a las variables, y tocamos el tema de la posibilidad de viajar hacia el pasado o hacia el futuro (imagínense la de películas que se tocaron en la charla) y de la posibilidad de tener vidas alternas, ya sea en lo onírico o en estados alterados de consciencia, o también en este espacio al que comúnmente llamamos nuestra realidad. Coincidimos en que lo importante no era descifrar la forma de trasladarnos en el tiempo, sino cómo permanecemos y nos eternizamos en cada instante.
Durante el filme me encontré con una metáfora que, dentro de la fantástica genialidad de Nolan, me puso los sentidos y las emociones a todo lo que dan: el tiempo. No entendido como espacio o dimensión en términos de física, sino como elemento vital en las relaciones afectivas, el tiempo dedicado a la convivencia y a la charla, al crecer de la confianza, al amor. Lo relevante aquí no es tanto lo relativo de esta dimensión ni de la del espacio, admito que la física cuántica no es mi fuerte, así que prefiero hablar de lo que sí comprendo: de lo delicado de la ausencia, que en teoría, también forma parte de ambos tópicos. Hablando en primera persona, me vienen a la mente minutos, horas, quizás meses o años en la vida en los que he elegido estar en lugares distintos sin tomarle importancia a los terceros; me doy cuenta que por una u otra razón, en ocasiones no comprendo o, mejor dicho, no calculo el tiempo que he pasado distante de seres que han sido queridos o que lo siguen siendo, cada quien en su sitio, en su tiempo y en su historia.
El filme me toca en lo sensible, impío, en esa zona donde la ausencia se convierte en presencia, y duele. Cuando uno se convierte en ermitaño y, por cuestiones varias, nos apartamos de las relaciones afectivas, sin saber o sin querer saber que existe alguien que en algún lugar del mundo (o del universo) espera por nosotros, una sola palabra, una carta o, peor aún, alguien que espera volver a vernos.
Y hablando de amor, también es un fenómeno bastante complicado de entender, no lo inventamos, trasciende dimensiones, épocas… galaxias, pero no está en nuestras manos. En el entendido que es un sentimiento más allá de cualquier explicación científica y que no es cuantitativo, ¿hasta dónde llega su horizonte, cuándo y dónde comienzan nuestros hoyos negros, hacia dónde nos transportan? ¿Qué señales dejaremos para que alguien nos rescate, a quién se las dejaremos? ¿Cuándo volveremos a encontrarnos con aquellos que dejamos y con qué cara nos miraremos, de qué seremos capaces al mirarnos, cuánto habremos ya cambiado, de qué color serán nuestras miradas? ¿Cuánto cuestan, pesan y duran los amores verdaderos? ¿Qué tanto vale el mundo para ser salvado antes que salvar el alma propia?
Sin más rodeos, dejo la propuesta de un Matthew McConaughey con un protagónico sorprendentemente distinto, con una Anne Hathaway en plenitud histriónica e, indudablemente plausible, con un Michael Caine que ya quisiera yo de abuelo. Para el director sólo tengo una palabra: ¡bravo!