Los colores de la tarde me hablaban de ti. Sentado a cuestas de mi terraza, espiaba al tiempo cursando las vastas horas de una mañana fría y solitaria. Yo, tan tranquilo como el tic-tac de una bomba, escuchaba aquellos colores y los interpretaba a mi manera siempre equivocada. Quizá debido a esta desvanescencia fue que no me percaté cuando descendía desde el cosmos sideral una nave espacial justo hacia donde yo me encontraba espiando la tarde y su discurso. Su aterrizaje fue estruendoso aunque certero, y de repente ahí estaba: una nave plateada estacionada en mi jardín. En realidad no era tan grande, no tanto como un camión de pasajeros. Sin embargo su diseño era efectivamente aerodinámico. Observé su fuselaje, mermado por velocidades interestelares y tapizado por lo que asumí, se trataba de manchas propias de insectos cósmicos que perdían la vida arrollados por la nave en sus constantes idas y venidas a través del manto estelar de mil y una galaxias.
El polvo se asentó un poco, aunque mi sorpresa permanecía en aumento. No sabía en ese momento por qué, pero no sentía miedo; sino una profunda curiosidad. Mis dos perros iniciaron lo que califiqué como un insólito comité de bienvenida. Siempre gruñones con los extraños, esta ocasión fue al contrario: parecían sinceramente felices de recibir a estas visitas extraterrestres, y si me quedaba alguna duda de su buen recibimiento, observé cuando mi pequeño Caifán hasta se orinó de gusto. Era oficial: no eran visitas de las cuales tenía que preocuparme. Pero, ¿quiénes eran, en realidad, estas visitas? La respuesta llegó enseguida.
Una luz enceguecedora dominó la bóveda de mi jardín, convirtiendo todo en una atmósfera plastificada. Sin la conciencia de haber dado un solo paso, de repente me vi dentro de la nave, mientras mis dos canes encontraban un jardín repleto de fuentes hermosas y cristalinas. Me tocó a mí el momento de sentirme bienvenido. “No tienes nada qué temer, sólo queremos que nos ayudes”, fue el pensamiento que se coló en mi mente. ¿Pero quiénes son ustedes… qué quieren?, pregunté, de nuevo sin mover mis labios. Era evidente que nos estábamos comunicando a través de una forma de telepatía, como un lazo cósmico que conectaba nuestros pensamientos y estos fluían aún más veloces que si estuviéramos usando cuerdas bocales. Como toda respuesta, se empezaron a formar imágenes en mi cerebro, imágenes que parecían difusas al principio, pero que después, a medida que mi tranquilidad aumentaba, mejoraban en resolución: se trataba de un concierto.
¿Un concierto de rock?, me pregunté. “Sí, un concierto”, escuché de inmediato en mi mente, y entonces aparecieron dos figuras humanoides enfrente de mí. Eran ellos; dos navegantes alienígenas vestidos como hipsters. Flacos, con grandes ojos y una expresión serena aunque afanosa. Uno de ellos traía una camiseta de Muse; un poco más atrás, quizá más tímido que el primero, el segundo traía una “camiseta de mamado” con la estampa de Calvis Harris tras su consola de música mezclada. Ambos ostentaban collares y aretes, incluso atisbé chamarras de cuero negro y azul y grandes botas industriales en lo que consideré era la cabina principal de la nave.
El alien tímido parecía ser el más dominado por una prisa que no daba lugar a demasiadas explicaciones, e instaba a su compañero para que me interrogara. Entonces se volvió a comunicar: “Corona Capital. 2015” fue el mensaje. Reí un poco, pero su desconcierto me hizo recuperar la compostura. Con algo de pena anuncié: pero, ese concierto ya pasó… hace como dos semanas.
Lo que pasó enseguida sólo lo pude interpretar como el regaño de un superior a un empleado despistado y olvidadizo: se habían equivocado de tiempo, llegando a la Tierra con dos semanas de retraso. La culpa era del navegante, evidentemente, quien me dedicó una mirada de desconsuelo. Quise remediar en algo su desilusión expresándoles que podíamos escuchar a Muse y a Calvin en mi computadora, tomando cerveza y fumando, quizá compartiendo historias del rock de nuestro planeta. Los ojos del navegante se agrandaron un momento, pero el capitán no estuvo de acuerdo: me mostró imágenes de mujeres humanas, bellas, grandiosas, rockeras, algo ebrias.
Entendí; lo que querían por supuesto, era vivir la experiencia del concierto pues disfrutaban la música, pero era claro que disfrutaban aún más la figura femenina de las chicas que asistían. Quizá por ello se habían afanado tanto en sus disfraces. El navegante me volvió a ver con desconsuelo, y lo último que pude ver fue al capitán quitándose su camiseta de mamado y desapareciendo tras una bambalina rosa mexicano.
Una segunda explosión de luz me llevó de vuelta a mi terraza. Mis perros, echados y satisfechos, mostraban una calma avasalladora. La nave se separó unos metros del suelo y se perdió en dos segundos en los confines de un espacio mágico y pulsante, lleno de vida. Concluí: ahí van dos compadres más que se quedaron con ganas de ir al Corona para ligar y ponerse hasta las manitas. Me destapé una caguama y volví a escuchar los colores de la tarde. Esta vez con una sonrisa en el rostro.
por Carlos Freeman: @caufree
(Un Hombre Libre)