Siempre en la búsqueda de lo sagrado desde la comodidad de lo profano, la familia había iniciado el conteo regresivo para una Navidad movidona, con regalitos personalizados y detalles del corazón. “Tu nombre también está en la lista”, me anunciaron, con lo cual proferí el abultado discurso sobre lo honrado que me siento por el hecho de continuar siendo, por la consecuencia de no haber dejado de ser y por la circunstancia de estar. La flota arribaba poco a poco, y también poco a poco, todos fueron ocupando su lugar con parsimonia, como obedeciendo un libreto de Carreño. Para entonces, la música mezclada de tres generaciones llenó el espacio sonoro de una sala de estar que se había convertido en una sucursal barrio-nuevo de la Paquita Disco. El viejo más viejo, durante un momento que pareció establecido con anterioridad, llamó la atención de los asistentes, para inmediatamente cederla a la madre, gran matriarca, bitch-alfa de la familia. Ella, con sus gastadas manos de cocinera repartió gracias y bienvenidas, y detalló la cena que estaríamos por degustar en unas horas. Sus ojos no aguantaron y dejaron brotar pequeñas gotas de emoción pura, un momento delicioso.
Desde la temprana tarde, los vecinos habían instalado un sonido en plena calle, y ellos mismos se instalaron en la horrenda misión de destruir los oídos de los nobles asistentes con puro reaggetón incómodo. Sus niños tronaban cohetes justo en las entradas de los hogares, y estos estallaban con estruendo, llevándose consigo una parte de la sensibilidad auditiva de aquellos que ya comíamos y bebíamos, con un tic en los ojos.
Comencé a percibir un disturbio en la Fuerza cuando el pavo se levantó de su charola metálica y anunció que no estaba de acuerdo, que si ya de por sí había sido sacrificado, cocinado y presentado para su ejecución final y definitiva, creía merecer ser deglutido con dignidad y no con esos sonidos tan desagradables. Recuerdo que encontré tremendamente cómico el momento en que se levantó de su nicho de verduras para manifestar su queja; parecía tan cómodo ahí postrado.
Estuve de acuerdo en todo lo que dijo, aunque en realidad nadie pareció notar el justo reclamo del ave. Sentí necesario, sin embargo, tomar control de la música intra-generacional de la Paquita Disco y regalé a la concurrencia el rock ochentero de Fleetwood Mac; los certeros guitarrazos de Lindsey Buckingham en armoniosa sintonía con las voces de Stevie Nicks y Christine McVie, ayudaron, en efecto, a destrabar en parte el nudo formado en el estómago. No lo toleraríamos, el pavo y yo, ser usados de esa manera; juntos comandamos una contra ofensiva salvaje de rock en la que sería su última noche entero. Muy pronto cambió el ánimo colectivo, a medida que la matriarca accedía a más volumen y a más rock. El pavo agitaba su cabeza, poseído por un último deseo rockero.
Versátil y motivado por mi amigo pavo, alimenté al aparato de sonido con las coordenadas correctas, y de la calma de Fleetwood nos trasladamos a la electricidad eterna de Rolling Stones, Beatles y Shocking Blue. “Nunca te cases con un ferrocarrilero”, le recomendé a mi sobrina, pero no pude explicarle por qué no. El pavo intercedió y comentó que en primer lugar, porque iba a estar medio complicado hallar a un ferrocarrilero casadero en la ciudad, y en segundo lugar, porque la niña aún no tenía que pensar en esas cosas. Me disculpé con él pero se mostró grosero, me dijo que había pensado suicidarse de todas formas, a causa de aquella pavita que rechazó su cortejo unos meses atrás. Desde entonces, dijo, había esperado la temporada decembrina, engordando a propósito para ser elegido el primero. Así fue.
Pensaba en la juventud de mi amigo pavo cuando ocurrió otro momento delicioso: de repente varios eventos sucedieron al mismo tiempo, como conjurados por una fuerza mágica que se desprende de una noche de estrellas. Estaba sintonizando a Metallica, convencido ya de que la concurrencia no sólo gustaba de la música que mi amigo y yo poníamos, sino que también la necesitaba. Entonces, entre el vasto bullicio, se elevó el grito de la matriarca que amenazaba a los niños coheteros, fue tan rápido que solo pude escuchar: “…por el culo cabrones…”, así que imaginé un cohete estallando en el trasero de uno de esos niños. Reí. También en ese momento mi amigo pavo anunció su despedida con dos golpecitos en su pecho, un beso en su ala y su extensión hacia toda la familia. Entonces fueron mis lágrimas las que llegaron; no quería que mi amigo se marchara, no sin antes rockear toda la noche y coronar la borrachera hasta la madrugada. Sucedió entonces en ese momento: la botella de licor que se encontraba enfrente mío se sacudió y me dijo que me alivianara, que si no tenía algo de Cartel de Santa, “para empezar el perreo intenso”. Comprendí entonces que debí haber elegido la pastilla azul antes de la cena. Era demasiado tarde; “los mensajes del whatsapp” sonaba mientras mi nueva amiga le sabroseaba las nalgas a mi tía solterona. A las seis de la mañana, mi tía y la botella se perdieron en una mañana de recalentado. Era la pastilla azul… ¿o la roja? Quizá nunca lo sabré.
por Carlos Freeman: @caufree
(Un Hombre Libre)