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#AhoraSuena:

A la distancia, el recuerdo sugiere la visita de las antiguas noches, aquellas que sobrevolaban tranquilas y cautas, el cielo negro-azulado de las épocas de juventud y libertad compartidas. Entonces, la noche brindaba el reparo de una miríade de estrellas, que luminosas y felices, tendían su manto sobre una ciudad recién recuperada del espanto. Eran noches de agarrar la camioneta y salir en alegre tropel hacia la aventura beatlemaniaca de una noche más de un día difícil, en la que todos los concurrentes habíamos en verdad trabajado como perros para asegurar la noble paga que nos concedían precisamente esas salidas nocturnas en la camioneta de Cíclope Trasnochado. El rocanrol hecho verbo.

La camioneta, blanca, estaquita del 98, fue prontamente bautizada como el mismísimo Halcón Milenario. El distinguido mote se lo asigné yo, una noche que Cíclope Trasnochado llegaba a mi casa escuchando a todo volumen la Marcha Imperial de John Williams, escrita ex profeso para la magia intergaláctica de Star Wars. La música y la camioneta se fusionaron en un símbolo de la noche y así cursaban, juntas, una ruta improvisada sobre contornos de galaxias lejanas. Galaxias ajenas que dibujaban siempre los inicios de nuestras aventuras. Cíclope pasaba por mí en primer lugar, y juntos comprábamos los elementos necesarios para una noche más: cigarros, agua, una lata, un nuevo disco para el equipo de sonido y un par de sueños grises, hijos bastardos de dos corazones rotos a fuerza de cargar siempre la sonrisa políticamente correcta, la palabra clara, la sensación de familia que no termina de cuajar. Buscábamos la noche porque era entonces cuando podían aflorar nuestras identidades secretas: en aquel entonces yo era conocido como Nopal Afilado, de la casa de los Guantes Sucios.  Nuestras identidades se fundían con la noche: a ella pertenecían, por ella nacieron, y bajo su peso se forjaron los caminos que nos llevaron a asumirlas, siempre en estricto contacto con un soundtrack rabioso que fulminaba los leves rastros de nuestros alter-egos matutinos que se nos quedaban pegados en las sonrisas políticamente correctas.

Muy pronto transitábamos de la alucinante galaxia lejana al vértigo del draxter de Titán: “¡iba en un draxter we…!”, al tiempo que iniciábamos la búsqueda del resto de la tropa. Tropa alegre, ingenua, joven. Ingenua por ser joven, alegre por ser ingenua. La marcha interestelar cubría grandes distancias sin reparar en el combustible necesario para la travesía: para eso también habíamos trabajado. Cíclope y yo recogíamos entonces a Mono de la Selva y a Español Errante y todos juntos nos sentíamos terriblemente libres. Había noches en que resucitábamos los fantasmas viejos y cansados de un pasado que se negaba a quedarse lo suficientemente atrás como para ser olvidado: “caminante no hay camino; se hace camino al andar”, cantábamos entonces, tratando siempre de imitar en lo posible el sentimiento honesto y feroz que Serrat imprimía en cada nota de esa canción eterna. Así construíamos nuestros caminos nocturnos: andándolos. Viviéndolos y también sufriéndolos, al ritmo del conjuro galáctico que generaba el motor del Halcón Milenario.

Más tarde se hacía necesaria la pausa y la reflexión que produce observar a la ciudad que nunca duerme desde uno de los altos miradores que circundan la voraz mancha urbana. Entonces renacía, irremediablemente, la inconfundible voz de Bunbury: “como quisiera tenerlo tan claro, como lo tienes tú…”. Capitanes sin nave ni quilla que comandar, navegábamos a la deriva del viento, descendiendo siempre al punto exacto en que la tropa, sabinera por convicción, iniciaba su recorrido para concedernos el título de exploradores con identidades alternas que cada vez más se convertían en las verdaderas: “me he dicho que la vida no es un valle de lágrimas y he salido a la calle, como un explorador”. Exploradores trasnochados, Cíclope, Mono, Español y Nopal enfilábamos hacia la densa resolución de romper las rutinas que nos daban de comer, sin dejar de mirar el pasado pero siempre apuntando a un futuro que ya desde entonces se adivinaba incierto y preocupante. La música y la camioneta construían aquellas viejas identidades que hoy dibujan una sonrisa en mi rostro, ahora con arrugas. Sonrisa que sin ser políticamente correcta, hace reverdecer el recuerdo de aquellas noches de tropa. Aquellas noches que ahora observo a la distancia y desde las nuevas canas que coronan una mente que ha olvidado aquello que creía saber y que ha aprendido de nuevo aquello que ya no era cierto. Eran las noches de música y camioneta.


 por Carlos Freeman: @caufree
(Un Hombre Libre)


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