Cuando hablamos de carencias, en el contexto social, es importante reconocer la característica más destacada de la mexicanidad: nuestra identidad ausente. Y con esto me refiero a nuestras ganas históricas de sentirnos y reconocernos como mexicanos.
Cuando escuché que Hecho en México es un proyecto en el que Duncan Fridgeman (What about me, 2007), funge como director, escritor, compositor, arreglista y demás yerbas, me vinieron a la mente un par de ecos: Bacanal audiovisual creativa y Carnal: No le entres a la onda del terror “narco-sicario”, por favor.
Conocer el listado de mentes creativas participantes (favor de revisar el sitio oficial del filme: www.hechoenmexicolapelicula.com), me tranquilizó un poquito la consciencia, pero un huracán de estrellas nunca es garantía, en estos tiempos.
Camino a la sala me cuestioné un puñado de alegatos… nel, lo asumo de barbas, venía suplicándole a la Virgen, que no se tratara de otra cinta llena de sangre, balazos, decapitados y funcionarios corruptos coludidos con el narcotráfico, un tema bastante exitoso, crudo, cruel y quizás hasta conmovedor, pero que en realidad ya me tiene hasta la madre de pan con lo mismo.
La paz en mi consciencia ha estado un tanto ausente, a raíz de una secuela de accidentes que han cambiádome la perspectiva de la vida y me han dejado en un proceso de mutación existencial bastante interesante. Y justamente eso es de lo que hablo, de la mutación de mi mexicanidad, de la reflexión de mis raíces, de mi revolucionario palpitar autóctono e indígena. Como dijera mi buen amigo “el pelón”: “Yo sólo soy un humilde campesino”.
Ya sentado y con el kit completo, me dispuse a relajarme y disfrutar. En el instante de escuchar el aguardiente inconfundible que emana de la voz de Rubén Albarrán, me di cuenta cómo mis plantas comenzaban a exigirme tierra, tierra llovida e incienso. Mis sentidos recordaron su andar por las calles de Cuernavaca o de la Ciudad de México, entre mi gente. Pude escuchar mis gritos en el Zócalo de la misma, en algún concierto, también se me erizó el pellejo al recordar mis miedos acompañándome en mi andar por
la frontera de Tijuana y junto a las cruces de sus muertos (que no dejan de ser míos y de ustedes, también)
De inmediato se me vino al seso un tema que llevé durante un rato con mi madre, allá en aquella tierra donde la patria no es madre y la desesperación, el miedo y el dolor se miran a los ojos, en los rostros de todos, de todos nosotros. Recuerdo que hablamos de Paz y de sus tantos laberintos, de cómo la mexicanidad se nos partió en aquél punto de nuestra historia en donde violentaron nuestra patria y la importancia que posee nuestra figura materna, lo digo en serio, cuánta madre nos falta.
Nuestra historia como madre, tan llena de nosotros como nosotros tan de ella. Y sin temor a decir palabras al aire, me parece que es una de las muy pocas creencias que colectivamente seguimos abrazando, ya que como argumenta Daniel Giménez Cacho, padecemos un genocidio cultural que sólo nos conduce a la extinción de nuestras tradiciones, de nuestras raíces, de nuestra identidad, es decir: de nuestra madre. Hecho que me resulta tan aterrador, como cercanamente cierto.
Durante el documental es imposible pegar pestaña, ya que está lleno de una brillante mezcla de músicas, imágenes y letras que atrapan, que llevan de un ritmo a otro, de una ideología a otra, de una culpa a otra. Personalmente me conmovió hasta el punto de devolverme las ganas de creer en mí, en mi gente, en nuestros sonidos y en nuestros héroes (gracias Blue Demon, por recordarnos que el dolor nos sostiene en pie y nos hace más fuertes). También me despertó un sentimiento de pertenencia que hacía rato extrañaba y que aún me sigue palpitando al escribir estas palabras. En este peldaño se me abre la memoria y recuerdo todos mis duelos, mis miedos, mi falta de identidad como miembro de esta sociedad, mis soledades y mis propios laberintos: y me perdono todos.
Me enorgullezco de haber perdido el tiempo, (cómo me encantas Elenita Poniatowska), como dicen tantos, porque hoy entiendo que es un error vivir en lucha constante, sin darme cuenta que lo que realmente necesito como humano y como mexicano, es aprender a perdonar y a perdonarme, vivir en una zona de respeto mutuo, entre los unos y nosotros, y sin miedo a la muerte, como mi Chavela. Tampoco me duele darme cuenta cómo nuestra unidad patria es un pretexto grande para descubrirnos solos, cómo nuestros vicios nos parapetan de nuestras culpas y de nuestras faltas. La embriaguez, por ejemplo: para un mal, un mezcal y para un bien… también, y cómo no si es tan sabroso sentir cómo las penas se nos van desvaneciendo en cada trago, aunque sea por un chico rato.
En sentido común y colectivo, me parece un buen momento para concentrarnos más en lo que nos convierte en muégano (un concierto, un partido de fútbol, la misa del domingo, este filme), que en cualquier otra cosa del México que se nos pinta en medios: no es lo que nos pesa lo que nos separa, sino lo que nos comemos, lo que nos rodea y nos echa sal en las heridas; es la falta de un nosotros colectivo, de un nosotros como mexicanos. A nosotros nos unen las formas de amor tan diferentes que tenemos por la tierra y sus costumbres, por nuestro México y su increíble abanico de posibilidades: nuestros sonidos y nuestros olores, nuestras tradiciones y colores. A nosotros, todos, nos unen la música y nuestros cantos, hasta nuestros llantos.
Así que no es el odio ni el rencor lo que se dice en esta cinta, se habla de nuestras ganas de seguir siendo orgullosamente mexicanos, de nuestra historia como patria y la oportunidad de ser el punto de partida que necesitamos, de nosotros como la serpiente y la escalera, de nuestra maravillosa algarabía y de nosotros como un todo… como un nosotros Hecho en México.