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#AhoraSuena:

Hace muchos años, cuando aún era responsabilidad de los padres y la universidad el formarnos como individuos que cuestionan y fomentan la creación de contenidos socio políticos, siempre al servicio de la sociedad y sus pueblos, era raro sospechar el camino que la caprichosa vida nos tendría preparados para todos aquellos, antropólogos en formación de largas melenas, colguijes y sueños aventados. Parte de una generación que todavía colgaba en su frente el imborrable letrero de la llamada “generación equis”, nos tocó mostrar nuestros primeros rastros de rebeldía precisamente al elegir tan comprometedora carrera universitaria. ¿De qué chingados vas a vivir?, nos preguntaban, pero todos habíamos visto que a Indiana Jones parecía no faltarle nada en su vida. Después de casi dos años de teoría social nos percatamos que el aventurero de sombrero y látigo era profesor de Arqueología, noble y antigua disciplina que sólo se parece a la Antropología en sus últimas cuatro letras. Reconociendo nuestro llamado y nuestros propios afanes, continuamos el camino, y trascendió que por ahí del ’96-97 sucumbimos todos ante la caótica insurrección neo-zapatista, con aroma a pachuli y bandera de poesía: éramos condenadamente rebeldes, y nos consagramos a la acción en contra del mal gobierno, término que acuñó sabiamente el Sub Marcos como lanza primigenia ante todo ente político; si era político, era, ipso facto, algo moral y socialmente malo.

Amanecer, atardecer y ocaso, se han repetido mil veces desde aquellos años, y como narran los malditos y los hijos del quinto patio: nueva flota apareció, y en la esquina ya nada es igual; era mejor viajar. Así lo hicimos. Así lo hicimos todos. No puedo hablar del viaje de todos mis entonces compañeros, porque sencillamente no he sido yo quien ha dado esos pasos, pero sí puedo hablar del mío. Mis pasos me llevaron y me trajeron de vuelta, aunque siempre un poco más arriba, como un eterno oleaje que rompe cada vez más alto en los despeñaderos rocosos de la vida laboral: lava-coches, profesor universitario, mesero en un bar de gorditas, proyectista al servicio de la raza campesina, columnista de periódicos locales y cuenta-cuentos, fueron algunos de los trabajos que finalmente me hicieron saber que mi destino se encontraba lejos de la investigación y la docencia, y muy cerca del pulso vivo de un pueblo que aún no acaba de reconocerse en los tiempos modernos de redes sociales y teléfonos inteligentes. El mundo, la vida, las relaciones han cambiado tanto en estos años que resulta difícil encontrar el camino más honesto, ya ni siquiera pensar en el “correcto”, pero recuerdo en estos momentos las inspiradas palabras de Aragorn, hijo Arathorn, quien desde la verde campiña de Rohan platicaba con Éomer, el Tercer Mariscal de la Marca: “El bien y el mal no han cambiado desde antaño y no son una cosa entre elfos y enanos y otra diferente entre los hombres. A cada hombre le toca discernirlos, tanto en el Bosque Dorado como en su propio hogar”.

Esta bella cita de la obra de Tolkien se adecúa perfecto, pienso, a los tiempos que ahora corren, y así pensando en los azarosos caminos que mi generación ha andado, deduzco: el mal gobierno no ha cambiado desde aquellos universitarios años jipiescos, ni sus consecuencias sociales significan una cosa para ciertos grupos de personas, y otra muy diferente para aquellos que supuestamente son opuestos a los primeros. Como lo he comentado antes en este espacio: todos somos pueblo, la sangre de todos es la que ha bañado las calles de Iguala, el dinero de todos es el que ha sido gastado en sendas cuentas de viajes y viejas, los derechos humanos de todos son los que han sido pisoteados por aquellos que supuestamente deberían haber velado por su conservación y desarrollo. Así, no puedo llegar a entender a aquellos que, mediante sus críticas o su indiferencia, intentan minar las bases rebeldes que han decidido empezar cada una, su propia batalla para ir ganando terrenos que antes nos pertenecían: territorios que nuestros propios hermanos de viejos tiempos han sudado para verlos erigidos. No entiendo que la propia ciudadanía se atreva a ponerse del lado de los poderosos en el caso de la siempre compañera Carmen Aristegui, por haber propiciado la investigación periodística de la conocida Casa Blanca presidencial. Hablan de “conflicto de intereses”, y yo me pregunto: ¿acaso las normas sólo son para que el pueblo oprimido las observe?, ¿por qué esas mismas personas, que con tanto empeño defienden ahora los intereses del grupo MVS, no hablan del tibio castigo regalado al priísta Cuauhtémoc Gutiérrez, quien con sus actos no sólo deshonra a su propia institución política, sino que a todos nos enseña la verdadera naturaleza del poder corrupto que nos gobierna?, ¿por qué no defendieron los intereses del pueblo mexicano cuando nombraron a Eduardo Medina Mora a la SCJ?, ¿por qué no levantan el puño colérico en contra de un gobierno que prefiere gastarse el erario público a todas luces en viajes transcontinentales para hacer nada, para resolver nada, para mejorar la condición del país en ningún sentido?

Comprendo que los caminos andados han sido diferentes y diversos. Casi versátiles. Quizá todo haya dependido de cuánta tierra han acumulado nuestras botas, y cuán cercanos hemos estado del robusto ejército nacional de desempleados, la misma distancia que nos ha separado de las casas blancas y los sueldos de cientos de miles de pesos por la patriota labor de asistir a las cámaras a dormir valiéndonos madre la gente. Quizá sea eso. Pero de nuevo: el bien y el mal no han cambiado desde entonces, y hoy analizo los pasos de uno de mis antiguos compañeros de formación antropófaga, quien caminó, por cierto, el sendero del priísmo, enclavado en su más grande bastión político: el inmenso Estado de México. Observo sus posts anunciando los arranques de campaña de su partido, como batallones de cuervos sombríos liberados para la tarea de la rapiña. Son fotos y fiesta, son millones del erario, son edecanes y festejos cumpleañeros. Es el circo que como pueblo no nos ha cansado.

Por supuesto, le he hecho llegar mis críticas, que respaldan mi jurado desafío eterno en contra de un sistema que sólo beneficia a los poderosos, y que al mismo tiempo mea a los desprotegidos. Él, jocoso, ha optado por nombrarme como parte de sus “amigos pronto-críticos”. Una leve sonrisa arruga mi rostro; bajo el puño y sigo andando, pues las consignas a voz de cuello no fueron hechas para andar de verdad el camino, pues ellas marchan siempre detrás de nuestras acciones. Así, desde la clara tranquilidad que otorga la necedad de la protesta social, concluyo: el mote de “pronto-crítico”, en boca de un priísta con licencia de campaña, no puede significar otra cosa más que un amable cumplido.


 por Carlos Freeman: @caufree
(Un Hombre Libre)


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