El vacío es eterno cuando no sabes desde dónde estás cayendo, murmura una voz cerca de mi oído atravesado por el ruido caótico que ha invadido hasta los últimos recovecos de mi ciudad. Ciudad de zombis enajenados; ciudad de héroes silenciados y verdugos silentes, aquellos olvidados y estos siempre presentes, estúpidamente presentes. La voz, llena de parsimonia, es inequívoca y rotunda, femenina y serena. Me anuncia una vez más que ya es hora de regresar al lecho y apoderarme de mi fugaz sueño, siempre tan tardío. Recuerdo entonces que ya conocía esa voz, sin haberla escuchado nunca con estos oídos atravesados; pertenece a la madre de mi amigo de infancia José Basilio, quien murió prematuramente cuando rondábamos los 19 años en este plano terrenal.
Conocí a Basilio cuando entré por primera ocasión al extenso patio de la escuela primaria que me terminó de formar como pequeño soldado del saber. Recuerdo la soledad y la timidez que me invadieron en ese momento, y cómo estas se fueron, poco a poco, convirtiendo en un miedo a lo desconocido que me arrebató y me hizo sentir un frío que nunca olvidaré. Sorbí los mocos que ya asomaban y tomé distancia, y canté el himno nacional, y me arreglé el suéter por encima de una camisita que me quedaba grande, y me entregué al ritual escolapio de lunes por la mañana. Entonces él se acercó y me habló con palabras camaradas que solo un niño puede entender como una bienvenida a su escuela, a su vida, a su universo de infantiles bromas sin sentido. Sentí calor en mi pecho y ascendí a una calma que siempre, desde entonces, me ha acompañado.
La vida nos separó después de la secundaria. La vida nos separó. Pero la distancia no impidió que sintiera un hueco en mi estómago cuando me enteré de su fatal destino: la muerte lo esperaba en un accidente automovilístico. Nunca me enteré de los detalles de ese último viaje que hizo, y si lo hice, creo haberlos borrado de mi memoria, pues me dolió haber perdido a mi amigo. Sin entender aún por qué, su muerte se llevó también a ese niño que llegaba a una escuela nueva, a punto de llorar y mirando alrededor con suspicacia. Sin entender por qué, su muerte se llevó algo mío consigo, para acompañarlo.
Fue entonces que empecé a escuchar la voz ominosa de su madre, que en sueños locos me hablaba. Yo veía a la señora, quien cargó desde entonces con un hálito de tristeza que me traspasaba, cuando nos cruzábamos por la calle como extraños. Hoy me arrepiento de nunca haber tenido los arrestos suficientes para encarar su dolor y hablarle frente a frente, y decirle que sentía en el alma la pérdida de su hijo único, mi amigo. Encontrarme con ella en la calle se convirtió en un sabor amargo en mi corazón, pues su soledad y su tristeza me arredraron siempre. Trasladé mi vergüenza hacia esas charlas que me llenan la mente somnolienta, y solo así he podido entender el significado de su muerte: Basilio murió para que su legado pudiera trascender su conciencia, y ayudarnos a comprender así que la voz que te tiende la mano cuando estás asustado, es la voz que te hace sentir fuerte, la voz que permite que te rehagas a la postre de un día difícil. Héroe silenciado, Basilio ya no se enfrentó ante la podrida política que nos ha pervertido a todos, de una manera u otra, ni tuvo que soportar en su corazón de estudiante universitario la mano de hierro de un gobierno que asesina a su juventud con una mano y le acaricia la cabeza con la otra. No sabremos nunca qué hubiera hecho Basilio para contribuir a la construcción, o reconstrucción, de un México mejor. Así sucede con los miles de jóvenes que son silenciados en la flor de su juventud por un sistema que pretende engendrar el terror en su vientre malsano, para expulsarlo en forma de leyes, sometimientos, disparos a quemarropa, campañas políticas, secuestros y asesinatos.
La voz regresa; no lo sabes aún, pero el castillo de tu vida es guardado celosamente por mi hijo, pues él vive en ti, a través de ti, gracias a ti, que continúas marchando hacia un futuro incierto donde alguna vez todos nos encontraremos, y entonces seremos libres.
La lluvia se abalanza sobre la voz y desciende una tranquilidad con venas exaltadas; es la lluvia suave que cae sobre un puño levantado, tenso, que no quiere conocer la derrota por omisión ante un enemigo implacable. Entonces, por fin, respondo a la voz con un nudo en la garganta: quiero ser digno de tu legado, Basilio. Por ti y los tuyos, mi lucha sigue.
por Carlos Freeman: @caufree
(Un Hombre Libre)