Soy una chancla, ni más ni menos. Una chancla izquierda, de aquellas llamadas “de pata de gallo”, aunque la unión superior del plástico se desprendió desde hace varios días, cuando aún caminaba sujeta del pie de mi amo, viendo avanzar y quedar atrás, de manera intermitente, a mi hermana gemela pero no exactamente igual: la chancla derecha. No sé cuántas semanas llevo navegando a la deriva en un mar lleno de escombro y basura, excremento y diesel, muebles y botellas. Ahora he alcanzado un litoral pedregoso, azotado ferozmente por un oleaje que no cesa y en cuyo sonido atroz viaja el eco de la voz de mi amo, gritándome.
Ahora que descanso de la marea inagotable, he descubierto una amistad perezosa con un traje de baño, estampado de palmeras, con su cordón suelto y sus bolsas hacia afuera. Su historia es trágica; pertenecía a un niño, quien se acercó demasiado a las corrientes violentas y recibió ahí una impresionante embestida del oleaje furibundo. El trajecito de baño fue arrancado, casi en un solo jalón, del cuerpo de su pequeño amo y ya no supo más de él. Ambos reímos imaginando al niño saliendo del mar encuerado, pues conocemos cómo sufren los humanos en estas circunstancias. Sin embargo, también pensé en la posibilidad de que el niño no haya salido. Lo expresé a mi nuevo amigo y su semblante cambió; se enfurruñó y solo hasta esta mañana me volvió a hablar. Me dijo que había pensado en mis palabras y concluía que los humanos eran increíblemente estúpidos, siempre tan imprudentes, tan inconscientes, capaces de vivir en una medianía de emociones durante la mayor parte del año, para enloquecer en los pocos días en que de las urbes viajan a las playas. Lo que ambos vimos ahí nos sorprendía, relato tras relato: caos vial en las costeras, contaminación brutal de calles y medio ambiente, violencia armada e indiferencia galopante. Todo ello en un escenario paradisiaco y consecuente: unas vacaciones más de semana santa en las costas de Guerrero. Incluso nos preguntamos, ¿por qué es prácticamente la única playa a donde viajan nuestros humanos? Las consecuencias aquí estaban, manifestaban una realidad que no podíamos ni queríamos creer: perdidos en la marea y convertidos en náufragos de alta mar.
Era mi turno de contar la historia de mi triste separación de mi humano impertinente. En realidad no era la gran cosa. Mi humano y sus amigos transportaban con apuros una hielera repleta de cervezas. Las habían comprado en un Oxxo de la costera. Ahí sucedió una riña que se sofocó con unos cuantos empujones que no pasaron a mayores. Sin embargo, un mal paso de mi dueño bastó para que la ruptura de la unión plástica se hiciera más grave. Mi humano debió notarlo de inmediato, pues desde ese momento empezó a caminar haciendo tensión con los dedos de su pie izquierdo, sujetándome a toda costa, volteando a verme. Me hablaba, me decía que tuviera cuidado, que no me soltara. Para mi mala fortuna, sus amigos optaron por salir a la playa a través de una calle que mostraba una inundación leve, pero poderosa a nivel del suelo. Mi humano y yo lo supimos de inmediato: ese era el fin. Tras unos primeros pasos vacilantes, mi humano gastó el remanente de sus fuerzas y por fin, sus dedos desgastados por la fuerza, cedieron a la corriente. Salí disparado en dirección al mar, mezclándome rápidamente con toda clase de basura, basura de la cual no quise hablar con mi nuevo amigo, basura de la cual no hablaré nunca por el resto de mis días, hasta que el sol y el mar me desgasten y me traguen.
Mi humano gritó, impotente, tras ver cómo me alejaba: “Noooooooo, mi chanclaaaaa”, pero su voz fue ahogada con las risas de sus amigos. A algunos de ellos todavía pude verlos a los ojos, sin rencor pero con nostalgia.
Así sucedió. Ahora solo somos un recuerdo para nuestros humanos, pequeños vestigios de una temporada más de vacaciones en la playa. De acuerdo a los días que han pasado desde nuestros accidentes, el trajecito y yo pensamos que nuestros antiguos humanos deben ya haber regresado a la cotidianeidad de sus vidas en la ciudad. Y nos preguntamos si alguna vez pensarán en nosotros. Nosotros sí lo hacemos, pues sin ellos nos convertimos en basura que contamina y en anécdota que perecerá aún antes que nosotros. Cuando el mar, colérico, invada las urbes y retome lo que es suyo, nosotros viajaremos con él, y nuestra tristeza de alta mar se convertirá en nuestra fuerza, y como basura organizada, reclamaremos el Planeta. Así será.
por Carlos Freeman: @caufree
(Un Hombre Libre)